Lejos de ser un nicho, el modelo uruguayo demuestra cómo un marco legal sólido y el compromiso estatal pueden garantizar el derecho a una vivienda digna, fomentando al mismo tiempo una profunda cohesión social.
La historia de este éxito se remonta a la Ley Nacional de Vivienda de 1968. Esta legislación fue visionaria al reconocer y apoyar las cooperativas como una vía legítima y preferente para la solución habitacional. En lugar de limitarse a construir viviendas sociales de manera vertical, el Estado uruguayo optó por un modelo que empodera al ciudadano: el sistema de ayuda mutua. Este enfoque no solo aborda la necesidad de techo, sino que también transforma a los beneficiarios en protagonistas y administradores de su propio patrimonio.
Autogestión y esfuerzo compartido
El corazón de este modelo radica en la autogestión y el esfuerzo compartido. Las familias que integran una cooperativa de ayuda mutua se organizan para participar activamente en la construcción de sus futuros hogares. Durante años, los cooperativistas aportan horas de trabajo físico –junto a la asistencia técnica profesional financiada por el Estado–, lo que reduce significativamente los costes de construcción. Este proceso genera un valor añadido intangible: el capital social. Al construir juntos, los vecinos forjan lazos comunitarios fuertes, esenciales para la convivencia y la administración posterior de los complejos habitacionales.
El rol del gobierno es fundamentalmente el de facilitador y financiador, no el de constructor directo. El Estado, a través del Fondo Nacional de Vivienda, garantiza el acceso a préstamos a muy largo plazo –a menudo 25 o 30 años– y con tasas de interés bajas. Esta arquitectura financiera asegura que las cuotas mensuales sean accesibles para familias de ingresos medios y bajos, permitiendo que la inversión se reinvierta en el propio sistema para beneficiar a futuros grupos cooperativos. Es una herramienta poderosa para la redistribución de la riqueza y la lucha contra la desigualdad urbana.
Normas de convivencia y uso de los espacios comunes
El impacto social de las cooperativas de vivienda en Uruguay va mucho más allá de los ladrillos y el cemento. Estos complejos son diseñados y gestionados por sus propios habitantes, lo que se traduce en un mayor cuidado del entorno y una fuerte identidad barrial. Los cooperativistas toman decisiones democráticas sobre el mantenimiento, las normas de convivencia y el uso de los espacios comunes, reforzando el principio de control democrático de los miembros, pilar esencial del cooperativismo.
Este modelo ha demostrado ser notablemente resiliente. A lo largo de décadas, ha sobrevivido a crisis económicas y cambios políticos, gracias a que la ley ha mantenido su espíritu original. En el contexto del AIC 2025, Uruguay ofrece una lección clara a los gobiernos del mundo: invertir en marcos legales propicios para el cooperativismo es invertir en soluciones a largo plazo y centradas en las personas. El modelo uruguayo de vivienda es una prueba viva de que la cooperación efectiva puede trascender la política coyuntural para construir un mundo mejor, un hogar a la vez.